27 de octubre de 2016

La ley y la trampa

› Por Julio Maier *
El proyecto de ley sobre la organización del ministerio público fiscal federal, producto de una coalición de representantes de distintos partidos políticos, contiene en sí mismo el germen de su autodestrucción, pues atenta centralmente, de manera grosera, contra la decisión de la última convención constituyente que reformó nuestra Constitución Nacional en 1994, convención que creó un ministerio público nacional como órgano extrapoder, independiente de otro poder del Estado en sus decisiones y de gestión autónoma. Tal calificación es unánime entre los cultores de nuestro Derecho constitucional, no ha sido discutida en razón del texto claro de nuestra Constitución al respecto y responde, además, a nuestra tradición jurídica tanto nacional como provincial, que, incluso, ha influido en otros países de la región cultural que integramos, más allá de la necesaria coordinación de un poder autónomo con los otros poderes del Estado, coordinación que no implica sometimiento de sus decisiones. Así lo han expresado, por lo demás, tanto organizaciones dedicadas a los derechos humanos, o colectivos de ONG cuyo objeto es el funcionamiento del Poder Judicial, académicos y juristas dedicados al estudio de la organización judicial y hasta, increíblemente, las asociaciones de funcionarios judiciales pese a sus conocidas diferencias.
Más allá de otras críticas graves que merecen los dispositivos de la ley proyectada, resulta evidente que el propósito no confesado que la anima, ni siquiera escondido tras los vericuetos de sus normas, consiste en una verdadera fobia sin sentido racional en contra de quien ejerce la titularidad del ministerio público y a quien se pretende apartar de la función, asumida incluso sin límite temporal, actitud incluso confesada pública, reiterada e irresponsablemente por el Presidente de la Nación y por su ministro de Justicia. La ley recorta las facultades del Procurador General y limita temporalmente su mandato con la esperanza de ver plasmada en la realidad la cesación de su función, por renuncia al cargo, múltiplemente solicitada por el PEN, o por aplicación de un límite temporal previsto en el proyecto. La fobia del gobierno resulta irracional desde varios puntos de vista: ella no se funda en un mal ejercicio de la función, que de manera alguna se atribuye a la Procuradora General, razón por la cual resulta evidente que no se conseguirían las mayorías parlamentarias necesarias para excluirla del cargo; la obsesión tampoco tiene fundamento en defectos o sospechas políticas relativas al nombramiento, que no sólo contó con la aprobación de un arco político plural para quien ya era autoridad en el MP, sino que, además, vino a reemplazar la falta de idoneidad y de consenso respecto del Procurador propuesto por el gobierno anterior; se trata, entonces, de una funcionaria de carrera, profesional y estimada por su idoneidad; ¿quién puede explicar por qué razón el proyecto nada dispone acerca de la otra cabeza del ministerio público (de la defensa)? si no se remite a la obsesión apuntada.
Las razones expuestas para abonar el proyecto constituyen un verdadero ejemplo de aquello que no se debe hacer en una República. El proyecto no resulta emparentado con una modificación del procedimiento judicial, ni sus disposiciones están vinculadas a tales fines, como se pretende fundar. El motivo real es un ejemplo de corto plazo y traicionero, pues bastará en el futuro una modificación menor de los parámetros de la ley, ante un cambio de gobierno, para lograr el mismo fin, el excluir –o, al menos, amenazar– a la cabeza del ministerio público, presuntamente enemigo, para designar al amigo.
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Estamos en el mismo caso de la ley de medios, sin embargo la oposición voto su reforma.

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